Se decide por un telefonito de carcasa negra, display naranja y sistema prepago. Muy contento compra una funda transparente de plástico con gancho adosado para prenderlo del cinturón. Y ahí están los dos, "telefonito" y él, juntos, caminando codo a codo, para ser mucho más que dos.
Apenas 80 gramos de peso tecnológico que le cuelgan del cinto y que repiten la cadencia de su pierna derecha en el paso. Por fin estar comunicado, piensa. Por fin ser parte de la comunidad global. Dos meses antes había depuesto las armas: ya era tiempo de ceder a la tentación. Así que un día salió temprano de la oficina con el firme objetivo de comprar un celular. No era la primera vez que pensaba en adquirir el aparatito y, sin embargo, nada del mundo lo había decidido hasta aquél momento a dar el gran paso.
Tomada la decisión, la idea de comprar su pequeño "made in Germany", Alemania para él, comenzó a enloquecerlo: ninguna compañía lo vendía con tarjeta prepaga y a él los abonos le estaban vedados por su mujer, que decía que iba a gastar medio sueldo sin darse cuenta, porque "quién sabe lo que te van a cobrar".
En los días que siguieron a este amor a primera vista, casi enloqueció. Revisaba todos los panfletos de las casas de electrodomésticos, se escapaba del trabajo para ver si las vidrieras decidían incorporar al pequeño aparato A56 con servicio prepago, se puso en contacto con otros usuarios de ese modelo para que le contaran la ecuación precio/rendimiento, entraba en los sitios web de las compañías y hasta se vió absorbido por los foros en internet de celulares, donde los usuarios despotricaban contra todas las compañías y contra todos los modelos por igual.
Finalmente, agobiado, casi desengañado, el día menos pensado lo vió ahí mismo, en la vidriera. Y a pesar de su alegría, al mirar a través del vidrio sintió escalofríos. El lugar estaba atestado. En vano agotó posibilidades. Los vendedores habían sacado mesas a la vereda y ahí también brotaba gente. Se sintió mal. No sabía bien por qué. Estaba cediendo, ¿estaba cayendo? ¿Tenía sentido ser uno más? La campana de la individualidad, del anticonsumismo tocaba a su puerta. Era claro que ya no se trataba del precio del equipo. Cada vez eran más baratos, cada vez más al alcance de un grupo mayor de personas. Era cuestión de saber utilizarlo. Y por lo tanto, se trataba de "saber".
Fueron dos meses en que lo pensó y repensó. Ventajas y desventajas. Hasta que se decidió y lo compró.
Ahora sí, con el telefonito montado a la cintura, camina feliz. El aparatito le brinda una sensación de libertad, de ir a cualquier parte y estar comunicado. Pero es paradójica. A partir de ahora también es una persona ubicable en todo momento, lugar y hora. Y es parte del concierto de timbres, es prisionero de cargarle la batería, cuidar que no se le caiga, comprar la tarjeta, atender a todos los que lo llaman porque NO HAY EXCUSAS. Una clase de geo-esclavitud. Un Tamagochi de última generación. Y no es todo.
Pasar más tiempo en movimiento y menos en la oficina o en casa. Así, la palabra oral pierde su valor profundo, es casual, producto accidental de la situación que el locutor está viviendo "mientras" habla. Pero él sabe que, a pesar incluso de la sensación de snobismo que le hace cosquillas, sólo una cosa es peor: lo peor es tener teléfono y que nadie te llame.
Julián Guarino
Agencia MP
Extraído del matutino santaroseño "La Arena", del suplemento "Caldenia" del Domingo 24 de Octubre de 2004.
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